viernes, 5 de febrero de 2010

El resurgir de Dora

Se llamaba Dora. Le quedaba toda una vida por delante y decidió emplearla (o más bien gastarla) en demasiados decibelios y alguna que otra sonrisa arqueada. Amaneció temprano esa mañana y el sol cubrió su frente de pleno; no era tarde, para nada, era la hora que usualmente su cuerpo tomaba como referencia de despertador biológico.


Despertó de un bote, se humedeció las mejillas en café y salió a pasear por la ciudad que siempre le daba la bienvenida, acogedora, esa era la palabra adecuada. Le gustaba observar de lejos a los vagabundos cuando suplicaban por algo de comida, esa sensación, ese fulgor en sus ojos que no significaba nada más que unas tremendas ganas de vivir, no le producía nada más que envidia, envidia, sana, pero envidia.


Caminó a saltos sordos sobre los pasos de cebra y se puso a jugar a las palmas con el semáforo, sonrió al conductor del autobús al preguntar por un destino nada bien indicado y se tumbó en el suelo para ver la brisa corretear entre su pelo.


No tenía más preocupación que esa, al menos por aquel entonces, luego ya vendrían las responsabilidades, las pedidas de cuenta y las caras dadas, que ahora ella simplemente ofrecía.


Mientras tanto dibujaba sonrisas, mojaba galletas en los charcos en los que su imagen se reflejaba junto con la de la luna; ilusa de ella, retrocedía el reloj para burlarse del tiempo que la había hecho un día feliz.


Recogía pequeños pedacitos de hierbas y las guardaba en su bolsillo para tener algún remedio por si las moscas. Con el preciso equilibrio y librándose de la inoportuna torpeza, daba vueltas a las farolas al más puro estilo hollywoodiense.


Estrechaba abrazos con los árboles con el más mínimo cuidado para que su experimentada piel no tuviese que regenerarse.


Danzaba al compás que marcaba el vidrio de las copas y palpaba campos enteros llenos de fresa y chocolate rodando cuesta abajo.


De noche, mientras dibujaba sonrisas maquiavélicas, se metía opio para lograr verse frente el lienzo y sentirse más parte del halo surrealista que envolvía su vida y devoraba a mordiscos cada instante. Alienación. Alienación, todo era pura alienación.


Y por la mañana seguía caminando con grandes saltos y regalando sonrisas al tuntún.


Y para su sorpresa las sonrisas le seguían rebotando en la cara y las compartía con su propio gozo, incluso había veces que se concedía la tarde libre para salir un rato a tomar un café y a charlar con ellas.


Esa tarde se empapó de marrón, de grano, se hallaba descafeinada sobre una silla de esparto que de la atención que llamaba, parecía que estuviese alzada en los cielos entre dos cipreses que se creían rascacielos.


Dio una voltereta y de lleno se metió en la piscina vacía con azulejos que simulaban un tablero de ajedrez; se iba moviendo y enfocaba las orejas al gramófono más cercano, entraba en cualquier tienda que emitiera el mínimo sonido y se tomaba su tiempo para acariciar (con el dedicado tiempo y según se mereciesen) a los perros transeúntes.


Se arrodillaba cansada y mantenía las orejas bien abiertas por si algo quisiera irrumpir en su más innata rutina, la cual se atragantaba ocasionalmente con sorbitos de felicidad.


Probó a inhalar sustancia alguna del suelo metálico y un enorme olor a óleo fue a parar a sus fosas, se inclinó para abrir más los pulmones, quedándose casi en una postura imposible, pero el olor seguía penetrando en sus poros. Entonces se cubrió de papel albal y rodó para quedar finalmente como una lata de conserva, pensó que ese día ya no tendría que acudir al supermercado.


Miraba hacia arriba para ver los pisos con balcones tan altos que parecían escaleras al cielo y deseaba subir pero el proceso de conservación la mantenía con los pies en la tierra.Cargó su mochilita con sus mejores atuendos y escondida en el bosque se dispuso a ulular toda la noche de forma intermitente. Las únicas visitas que recibió fueron las de un humilde cervatillo y un solitario conejo que nada tenían que ver con Bambi o con Tambor.


Los tres anduvieron a carreras por el bosque jugueteando mientras fragmentaban hojas víctimas de un caduceo prematuro.


Entre juego y juego, postrada en la cama, la enfermera seguía adelante inyectando opio, mientras tanto la niña seguía utilizando como medio de transporte únicamente un pequeño envase aerostático que la transportaba por los aires a la calle de enfrente. Aquello había ido demasiado lejos.

3 comentarios:

Ángel dijo...

A-lu-ci-nan-te
Volveré a leerla porque creo que es necesario más de una lectura para desgranar mejor cada palabra.
En serio, Ana, es de las entradas que más me han gustado. Enhorabuena! =D

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